26 de marzo de 2016

Los primeros trabajos de Windor el mago

Nota introductoria: Aunque este texto puede leerse de manera independiente, la primera aparición de Windor, en la que cuento sus primeros años de vida hasta acabar la universidad, tuvo lugar en el microrrelato "El secreto para ser mago" (para leerlo, clickad en el título). 

Este texto que podéis leer a continuación, retoma la historia de Windor desde que se licencia como mago en la universidad mágica...


Los primeros trabajos de Windor el mago

Aunque Windor nació con un talento para la magia similar al de un taxidermista para proteger la vida de los animales, sí que poseía una fuerza de voluntad incansable. Esa cualidad le hacía inmune a todo fracaso en su intento por adquirir habilidades mágicas. Y gracias a ello, una vez que entró en la universidad mágica, se licenció como mago. No siempre le salían los hechizos, pero tuvo la inmensa suerte de hacer de un modo aceptable los que se necesitaban para aprobar los exámenes.

Windor vestía una túnica sumamente ofensiva a la vista por su fealdad, pero la había confeccionado él mismo, junto con un sombrero que no se pondría nadie en su sano juicio. Pero a pesar de su esperpéntico aspecto, era todo un mago, con un pergamino oficial de la universidad mágica que lo atestiguaba, y una varita de segunda mano que había adquirido a buen precio.

Eso sí, no siempre le salían los hechizos con la varita. Una de las primeras cosas que hizo cuando se licenció, fue aceptar un trabajo temporal como animador de fiestas de cumpleaños. Su puesta en escena era fabulosa, pero le fallaba un pequeño detalle: la ejecución. Cuando tenía a todos los asistentes del cumpleaños reunidos ante él, se quitaba el sombrero, lo sostenía en el aire, y decía algunas palabras mágicas mientras agitaba su varita. Pero cuando le daba la vuelta al sombrero para dejar caer lo que debía aparecer, no caía nada, salvo algo de pelusa con suerte. Por eso no duró más de un mes en aquel trabajo, a pesar de que sus gatillazos mágicos no le impedían cobrar el precio pactado por cada cumpleaños.

Realmente Windor había deseado desde pequeño ganarse la vida como consejero y mago de algún rey. Pero claro, para poder aspirar a tal trabajo, era consciente de la necesidad de condimentar su currículum. Aunque antes de entrar en la universidad había sido aprendiz de un modisto, ni eso ni su experiencia como animador de festejos le servían de mucho. Por eso su mente no dejaba de idear posibles trabajos a desempeñar. Y entonces entró en el mundo de la música.

Invirtiendo parte del dinero que tenía, adquirió algunos instrumentos musicales, y tras alquilar una habitación en una pensión cerca de la universidad, dedicó algunas semanas a practicar su número musical, que esperaba que resultara tan exitoso como original. Aunque no terminaba de lograr el efecto que buscaba con los instrumentos, se decidió a organizar una exhibición en la calle. Así fue como, en una de las plazas de la ciudad, colocó encima de varias sillas unos bongos, un laúd, una flauta, una bandurria, y unos platillos. Hizo un llamamiento a toda persona que pasaba por allí, y cuando reunió un considerable público, explicó lo que iba a hacer.

La idea era ejercer de director de orquesta con su varita mágica, sin músicos. La magia haría que los instrumentos se elevaran de las sillas, se sostuvieran en el aire, y sonaran correctamente. Esa explicación captó toda la atención de los allí presentes. Entonces Windor se colocó frente a los instrumentos, movió su varita mientras decía algunas palabras, y la música empezó a sonar.

Si pudiera definirse con una frase la actuación musical de Windor, esa frase sería: la intención es lo que cuenta. Es cierto que los instrumentos sonaron, pero no del modo correcto. Los bongos sonaban como unas maracas, el laúd como la flauta, la flauta como una guitarra, la bandurria como una armónica, y los platillos como un gato rabioso. Sin embargo, Windor no se desanimó por su fracaso, ya que al menos había logrado hacer reír a unas cuantas personas, que le dieron algunas monedas por su actuación.

No volvería a dar más conciertos, pero a diferencia de su anterior trabajo, al menos en éste había logrado hacer magia. No la que él quería, pero iba puliendo su destreza. Y además, ya podía añadir algo más a su experiencia laboral. Tras su paso por los terrenos de la moda, las fiestas de cumpleaños, y la música, Windor ya se sentía más preparado para aspirar a su anhelado trabajo como mano derecha de un rey. Con ese ánimo renovado, un día fue al tablón de anuncios de la ciudad, y encontró justo lo que buscaba.

Para ser más precisos no era exactamente lo que quería, pero se le parecía un poco, lo mismo que un guisante a un melocotón. El anuncio decía lo siguiente:

“Se busca mago que ejerza de consejero del rey de Trascania. El mago ha de tener tolerancia suficiente para aceptar que sus consejos nunca sean seguidos, así como una cabeza dura para soportar que el rey le use como diana tirándole objetos. Se ofrece una remuneración por debajo del salario mínimo.”

La primera sensación de Windor tras leer aquel texto, fue pensar que más que una mano derecha para el rey, iba a ser la mano izquierda, tan tenido en cuenta como un grano de arena en el desierto. Puede que hasta un tapiz del salón real fuera más tenido en cuenta que él. Pero podía ser la oportunidad de oro para alcanzar su sueño. Y con el mismo ánimo alegre de un ludópata antes de entrar a un casino, metió todas sus pertenencias en un baúl, y compró un pasaje en barco para ir hasta el reino de Trascania. 

Continuará...


Para leer la continuación, clickad aquí.

18 de marzo de 2016

Sesión doble de microfantasía

Hola a tod@s. Con ocasión de un concurso de microrrelatos de fantasía, me he animado a participar aportando estos dos micros que podéis leer a continuación, donde he optado por combinar elementos de fantasía y magia con toques de humor. Espero que os gusten.

P.D: Celebrado el concurso, no gané, pero disfruté tanto escribiendo estos textos que al final de cada uno os enlazo su continuación. 


Duelo de borrachos

Estaba siendo una noche memorable en la “Taberna resacosa”. No era para menos, se estaba desarrollando un épico duelo de borrachos en la mesa central. Y el público, para no ser menos, y al tiempo que iba haciendo sus apuestas, bebía jarras de cerveza con tal rapidez, que el tabernero no tenía ni tiempo de paladear las considerables ganancias, porque no dejaba de bajar y subir de la bodega con barriles del preciado líquido.

El público era de lo más variado que se pudiera imaginar: trolls, duendes, enanos, brujas, gólems, campesinos, caballeros, árboles parlantes… Incluso había lechuzas posadas en el techo, y que bebían licor de lagarto usando enormes pajitas.

Aunque lo mejor eran los borrachos competidores de aquella noche. Se trataba de un mago con un sombrero cuya punta estaba tan doblada como su portador, y de un dragón que daba furiosos lametones a su cuenco. El mago no atinaba ya con su copa, ni siquiera usando su varita como pajita, pues no dejaba de ser un elemento para otros usos. Ganó el dragón, pero la reputación de la taberna seguiría intacta, nadie de los presentes escapó de una bien merecida resaca. Ni siquiera el dragón.


Nota adicional: Este microrrelato tiene una continuación. Al día siguiente del duelo, el mago resacoso no encontró ni su varita ni su sombrero, y le hizo una consulta a una adivina. Para leer dicha consulta, clickad aquí.


El secreto para ser mago

Windor había nacido con tanto talento mágico como un palo de billar. Sin embargo, eso no le hizo renunciar en su infancia a su deseo de ser mago. Soñaba con ir a la universidad mágica, aprender todos los trucos imaginables e inimaginables de los mejores magos y brujas, y ganarse la vida como mago y consejero de algún rey honorable.

El problema era que los reyes de su mundo distaban mucho de ser honorables o de seguir consejos útiles, y que él desarrolló durante su infancia el mismo talento para la magia que el de un dragón fabricando cubitos de hielo.

Pero eso siguió sin desanimarle. Trabajó de aprendiz para un modisto, y logró confeccionarse la túnica más horrorosa que un mago jamás hubiera llevado, y un sombrero con tres picos. Efectivamente, tenía para la moda el mismo talento que un político cumpliendo sus promesas.

Sin embargo, y con la edad mínima cumplida, logró entrar en la universidad mágica, y allí aprendió que un mago no es el que nace, sino el que lo es de corazón y lucha por lograrlo. Esta vez sí, con el mismo entusiasmo y dedicación de un carterista entre una muchedumbre, logró licenciarse como mago.


Nota adicional: Este microrrelato también tiene continuación. Si os gustó Windor, podéis saber cómo le irá todo cuando, una vez convertido en mago, busque sus primeros empleos. Para leer el texto, clickad aquí.

12 de marzo de 2016

Los amantes del fuego

Todos tenemos un lado oscuro. El elemento que nos diferencia es doble: por un lado, la capacidad para ocultar ese lado ante los demás, y por el otro lado, el tiempo que tardamos en descubrirlo. El tiempo que tardó Isidro en descubrir su lado oscuro, fueron 14 años.

Todo ocurrió durante el recreo de una mañana de instituto. El grupo de amigos de Isidro se había ido a su escondite habitual para fumar cigarrillos. Isidro les acompañaba sin mucho entusiasmo, ya que él no fumaba y el olor del tabaco le asqueaba, pero no dejaban de ser sus amigos y le gustaba estar con ellos. Ellos acostumbraban a usar cerillas para encender sus cigarrillos, y aunque a Isidro le gustaba verlas arder tras ser rascadas, aquello había perdido la gracia tras ver cada día de instituto a sus amigos repitiendo aquella operación. Pero aquel día uno de los chicos del grupo había traído algo nuevo. Un mechero “Zippo” que le había cogido a su padre en un descuido de éste. Para todos los presentes, incluido el que lo trajo, fue hechizante la mecánica de su uso, por simple que fuera. No sólo se trataba de abrirlo produciendo un chasquido metálico, sino también del placer que suponía girar la rueda y ver aparecer unas chispitas, para obtener una llama continua, que vivía incluso quitando el dedo de la rueda, y siempre que no se cerrara la tapa.

Cuando los amigos de Isidro encendieron sus cigarrillos y empezaron a charlar, él cogió el mechero y volvió a encenderlo, sujetándolo varios minutos y observando la intensidad de la llama. Todo su ser y pensamientos habían empezado a sentirse atrapados por el magnetismo de aquel pequeño fuego continuo. Isidro se sentía poderoso y travieso, pero por debajo de esas dos sensaciones había una mucho más peligrosa, y que empezaba a revelarse como algo insertado en lo más profundo de su sentir: satisfacción. Su pulso se había acelerado, y el resto de cosas a su alrededor habían dejado de importar. Las voces de sus amigos se habían reducido gradualmente en sus oídos hasta llegar al más absoluto silencio. Sólo importaba el fuego. Isidro había entrado en un estado de trance tan profundo, que sólo pudo salir de él cuando sonó la sirena que daba fin al recreo, y su amigo le quitó el mechero de las manos, cerrando la tapa y rompiendo la magia. Sin embargo, y pese a ese final para el recreo, aquel día había sido clave para el Isidro del futuro, porque le cambió por completo. Aquel día el mundo vivió el despertar de un nuevo pirómano.

La capacidad que Isidro desarrolló a partir de entonces para ocultar a todo el mundo su pasión por el fuego, fue tan prodigiosa como su habilidad para provocar pequeños incendios a su alrededor sin que jamás le culparan de ello. A medida que fueron pasando los años, su necesidad de incendiar cosas iba creciendo. Al principio se había limitado a quemar pequeños papeles, pero eso había sido un burdo aperitivo en el menú de incendios que Isidro había ido probando con el transcurrir del tiempo. De los papeles pasó a cajas de cartón, luego a quemar pequeños rastrojos de hierbas secas, siguió con trapos viejos, arbustos, contenedores, vehículos abandonados…Sin embargo, esos años de progresión pirómana no eran nada más que una anécdota en comparación con lo que acababa de hacer Isidro, y que le hacía estar sonriente y tremendamente satisfecho de su nueva obra. Tenía ya 41 años, y se encontraba en un pequeño mirador de la ciudad, observando…no, no hay que precipitarse. Antes hay que contar cómo se había gestado el suceso que tenía embrujado a Isidro, y que atraía incontables sirenas de bomberos…

La semilla de su última obra había sido plantada un mes atrás, cuando Isidro decidió buscar en internet páginas donde contactar con más gente como él. Una de las peores cosas de internet es que lo que se busca se termina encontrando, sea lo que sea. Y en el caso de Isidro no hubo excepción, pues tras un rato de búsqueda encontró, entre los numerosos resultados que le habían aparecido, uno que le hizo latir con violencia el corazón. Se trataba de una web llamada “Los amantes del fuego”. En ella había registradas 93 personas de distintos lugares del país, algunas de ellas con un largo historial penal del que presumían sin tapujos, a juzgar por los comentarios y las vivencias que compartían con quien quisiera leerles. Había tanto hombres como mujeres. Y lo atrayente para que Isidro supiera con certeza que eso era lo que buscaba, es que había un marcador de la última conexión de los usuarios, y todos entraban con frecuencia.

Esa web parecía un foro donde cada persona narraba su estrecho vínculo con el fuego. Había quienes le profesaban amor eterno, llegando a creer que si existía un Dios, no sería muy distinto de su némesis con domicilio eterno en el infierno. También había personas que describían cada incendio que habían provocado, sin importarles que al ser descubiertas y juzgadas, hubieran pasado diferentes épocas en la cárcel. Lo veían como un peaje justo por sus obras. Incluso había una galería de fotos donde se lucían con orgullo quemaduras que algunos incendios les habían causado a sus creadores. Isidro llegó a una conclusión demasiado peligrosa, pues cada persona a la que leía, o cada foto que veía, le hacían recordar ese triunvirato de sensaciones que descubrió en aquella mañana de instituto: poder, travesura, satisfacción. Un loco aislado puede ser peligroso, pero no demasiado si se le sabe controlar. Sin embargo, tener a 93 locos amantes del fuego reunidos en un mismo sitio…podía ser sumamente dañino para el mundo. Desde ese día, dejaron de ser 93 para llegar a 94 cuando Isidro se registró y empezó a contar su historia.

Aquella semilla plantada en “Los amantes del fuego”, fue creciendo a pasos agigantados a lo largo del mes precedente a la gran obra de Isidro. Día a día, se fue convirtiendo en un miembro popular de aquella página, estando siempre conectado, y desentendiéndose de su trabajo, en el que le terminaron despidiendo por su prolongada ausencia. Pero eso no importaba. Isidro se sirvió de un chat en directo que había, para ir hablando con algunas personas. Empezó a erigirse en una especie de ídolo para cada amante del fuego con el que interactuaba. Y, movido por un deseo que iba creciendo en su interior con inusitada fuerza y arraigo, escogió un día y hora concretos, y les pidió a todos los demás usuarios de la página que entraran al chat, ya que iba a proponerles algo que cambiaría sus vidas.
El día y hora señalados, logró reunir en el chat a 87 personas, lo que suponía algo increíble. Ya se encargarían entre todos de poner al día a los que no estaban allí. Isidro empezó a contar la idea que había tenido, y que le hacía sentir tan deseoso de llevarla a cabo. Aquello supondría un hito en el país, y sería un acontecimiento del que presumir para el resto de sus vidas. Su hazaña podría incluso perdurar en el tiempo, llegando a ser contada a distintas generaciones de seres humanos que les precedieran. La idea era quemar de manera sincronizada, multitud de puntos estratégicos de las ciudades o pueblos en que se encontrara cada uno, logrando así un incendio permanente en casi 100 puntos distintos.

Todo tendría lugar en una fecha que señaló Isidro, y que consideraba suficiente para que cada persona pudiera estar preparada. Antes de contar el resto de detalles, preguntó cuántas personas estaban dispuestas a llevarlo a cabo. Se le erizó todo el vello del cuerpo cuando comprobó que todos los demás estaban en el mismo barco y nadie se desconectaba. Entonces procedió a dar unas últimas explicaciones de seguridad, para proteger a los demás si pillaban a alguien tras provocar su incendio. Pero faltaba el detalle final, que era el equivalente a esa guinda que se coloca en lo alto de un suculento pastel y le da un aspecto aún más irresistible. Isidro propuso que cada uno lograra un testimonio gráfico de su obra, bien a través de distintas fotografías, o grabando vídeos, subiendo el material a la página cuando volvieran a conectarse a ella. Nuevamente, nadie rechazó la idea. Y así el mundo asistió a un día en el que 88 amantes del fuego sellaron un pacto que pensaban cumplir a toda costa.

Los días tras aquella conexión al chat fueron pasando, y, tal como quería Isidro, los pocos usuarios que no estuvieron conectados se terminaron enterando de su plan, sumándose encantados a la causa. Todo iba tomando forma, y sólo había que ser pacientes y no cometer errores. Llegados el día y hora propuestos por Isidro para provocar los incendios, éstos tuvieron lugar, quemando 94 puntos distintos en todo el país desde las primeras horas de sol.

Isidro se había alejado lo suficiente para no salir perjudicado por los posibles daños colaterales de su obra, y se había situado en un mirador, contemplando cómo se quemaba el bosque que había frente a él. Qué magnífico combustible eran los árboles cuando se les rociaba con la suficiente gasolina. De cada rama brotaban las llamas como si fueran frutos silvestres, alcanzando distintas ramas de árboles cercanos gracias al suave aire que hacía, provocando así una enorme expansión del fuego, que arrasaba incontables hectáreas de terreno y vegetación. Y lo mejor de todo era la satisfacción interior que Isidro sentía. Entonces se acordó de inmortalizar su incendio, e hizo varias fotografías y grabó varios vídeos.

Mientras sostenía su teléfono en alto, imaginó que cualquier pintor debía sentirse así cuando terminaba la mejor obra de su vida. Qué armónico color le daban las columnas de humo al paisaje, mostrando una variada gama de colores grises y oscuros. Hasta se había preparado un picnic para comer mientras seguía observando aquello. Se preguntó si los demás estarían sintiendo lo mismo que él. Como quería evitar que les relacionaran, nadie había facilitado ningún número de teléfono o forma de contacto. Se habían comprometido a hacer aquello e Isidro dio por válido contar simplemente con la palabra de cada persona.

Los camiones de bomberos le conferían sonido a esa bonita estampa ardiente, y algunas horas después empezaron a venir hidroaviones para ayudar a sofocar las llamas. Isidro les había visto maniobrar y verter agua de sus depósitos para intentar mitigar el fuego. Se divertía observando aquello, y empezó a devorar ansiosamente su picnic. Para cuando llegó la noche, su obra seguía tan viva como la llama de aquel “Zippo” que le cautivó en su infancia. Entonces emprendió la vuelta a casa, no sin mirar varias veces atrás.


Durante varias horas de la noche, estuvo mirando embelesado los informativos en la televisión, y posteriormente los diarios digitales, antes de acostarse y dormir con la ilusión de un niño en la noche previa a la mañana de navidad. No era para menos, estaba deseando ver las fotos y vídeos que el resto de amantes del fuego subieran a la página.

El último pensamiento que tuvo antes de quedarse dormido, fue que lo que se buscaba en internet, se terminaba encontrando. Cualquier cosa que se buscara se encontraba, y eso era terrorífico. La tecnología podía ser tan maravillosa si se usaba bien, como perversa si servía de punto de conexión para mentes retorcidas e inestables. Gracias a internet, Isidro había encontrado un grupo al que pertenecer, donde no necesitaba ocultar su lado oscuro. Y el mundo no había tardado mucho tiempo en descubrir los frutos de ese vínculo. Con el poder y las posibilidades de internet, la nueva meta de Isidro era conocer a gente de otros países, para preparar algo mucho más ambicioso y apoteósico. Los amantes del fuego volverían a actuar. Y el mundo ardería como nunca hasta entonces.

2 de marzo de 2016

El fabricante de juguetes

Siempre es curioso como un par de frases pueden arruinar la vida de una persona. A veces incluso basta con una sola frase que contenga algunas palabras clave. Para Pavel Zitka, conocido en el gremio de los maestros jugueteros como “el ilusionista checo”, su vida entera cambió por completo en febrero de 2015. Fue en aquel mes cuando un médico especialista que le llevaba tratando una temporada, y que le había mandado someterse a innumerables pruebas, le dijo una de esas frases que golpea con dureza una vida, y la deja en estado de shock. Lo que aquel médico le contó a Pavel quedó grabado en la memoria de éste de una manera tan nítida, que sólo las enfermedades que atacan la memoria habrían hecho desaparecer aquellas palabras de su mente. Esas palabras fueron:

- Señor Zitka, lamento informarle de que padece usted ELA.

Aunque la explicación fue más distendida, habían bastado esas primeras 9 palabras para que Pavel sintiera un sudor frío recorriendo cada centímetro de su ser. A pesar de que Pavel desconocía por aquel entonces qué era la ELA, su cuerpo parecía haber recibido el golpe antes que su cabeza. Desconocedor del mal que le había sido diagnosticado, le pidió al médico que le contara cuanto sabía sobre ello. Tras 10 minutos de explicación, y antes de que el médico hubiera terminado de hablar, Pavel rompió a llorar sin dejar de mirarse sus manos, que tan importantes eran para su vida y su oficio. Todo había comenzado cuando empezó a perder algo de fuerza en ellas.

Con aquella explicación del médico, Pavel le había puesto un rostro a la enfermedad. Se sentía como si hubiera visto una película de terror, de esas en las que una criatura va matando sin control, pero donde se guardaban para las escenas finales los planos que mostraban por completo al monstruo. Mientras seguía llorando, no dejaba de repetirse en la cabeza de Pavel el nombre completo con el que el médico había llamado a su mal: Esclerosis Lateral Amiotrófica. Aunque Pavel salió del hospital con información suficiente como para hundirle en el mar del desánimo hasta el fin de sus días, al regresar a casa empleó horas y horas navegando por internet, buscando más cosas sobre la ELA. Cada nuevo dato que encontraba le hacía sentirse más desanimado. Y eso sin contar los testimonios que leía de personas con la misma enfermedad, pero en una fase más avanzada que la suya.

La idea general que pudo comprender Pavel tras la charla con el médico y su búsqueda por internet, era que la ELA consistía en una enfermedad neuromuscular, en la que ciertas células nerviosas ubicadas en el cerebro y la médula espinal, y que manejan el movimiento de la musculatura, van dejando de funcionar progresivamente para acabar muriendo, lo que provoca debilidad y atrofia muscular en la persona afectada. Los síntomas de la enfermedad eran variados, desde la debilidad o dificultad para coordinar algunas extremidades, a cambios en el habla, la irrupción de movimientos musculares anormales como espasmos, sacudidas o calambres, o una pérdida anormal de masa muscular o peso corporal. La progresión de la enfermedad variaba en función de las distintas partes del cuerpo afectadas. Aunque lo más desalentador, si es que lo anterior no bastaba, lo constituía el hecho de que no había cura para todo esto. Y esto fue lo más difícil de asimilar para Pavel.

Las dos semanas que siguieron a la vista al médico, estuvieron llenas de tristeza, desesperación y derrota para el ánimo de Pavel. Pero como ocurre a veces tras una tormenta, llegó la calma. Pavel se concienció de que era importante plantar cara a su mal, y de que tenía que reunir fuerzas de cualquier manera posible. Así que se decidió por seguir haciendo lo que mejor se le daba: crear ilusiones. Y para ello reanudó el trabajo en su taller, donde continuó construyendo juguetes de madera, que era lo que le apasionaba desde su infancia. Se sentía triste al pensar que con el paso del tiempo no podría seguir fabricando y pintando a mano esos juguetes, pero hasta que eso sucediera, iba a seguir haciendo honor a su apodo, creando ilusión en cada niño y niña que visitaba su taller con una sonrisa en el rostro, y que pedía a sus padres que le compraran algo de allí. Incluso tenía abundancia de pedidos de distintas tiendas de juguetes de Granada y Andalucía, ya que su trabajo era muy valorado por el gremio de los empresarios jugueteros. Así que, como decía Freddie Mercury en una de las últimas canciones que compuso antes de morir, el espectáculo debía continuar.

Los primeros meses tras el diagnóstico fueron duros. Y no se debía solamente al hecho de que fuese una enfermedad para la que apenas había tratamientos eficaces que la frenaran, sino porque Pavel no tenía una familia que le ayudara a sobrellevar esa carga, o que le funcionara como estímulo para luchar cada día. Era cierto que no tenía una familia por decisión propia. Aunque tenía sus juguetes, que era aquello que más le había llenado desde que una tragedia en su infancia le cambió la vida por completo. Sus creaciones habían sido pieza fundamental para la felicidad de Pavel a lo largo de su vida, desde su llegada a España hacía 42 años, hasta el presente. Figuras hechas principalmente con madera y otros materiales, y pintadas en su totalidad a mano. En el taller de Pavel se habían creado coches y vehículos de todo tipo, camiones de bomberos, ambulancias, y una increíble variedad de animales y figuras. Y aunque era la base de la subsistencia de Pavel, la venta de cada juguete le causaba dolor, porque sentía que, aunque iba a hacer feliz a otra persona, no dejaba de ser una pequeña parte de él la que se marchaba definitivamente. Por ello, otra parte de su ser se alegraba de que aún quedaran en el taller algunas de sus creaciones. Así que sí, definitivamente, tenía sus juguetes, que había aprendido a elaborar gracias a Petr, su tío paterno, quien se encargó de cuidarle cuando todo cambió en el pasado.

Pavel había nacido en Praga. Cuando contaba con 8 años de edad, sus padres decidieron viajar a España en sus vacaciones de verano. El destino escogido había sido Granada, una preciosa ciudad ubicada en Andalucía, al sur del país. Allí llevaba 2 años viviendo Petr, el hermano mayor del padre de Pavel, y que se ganaba la vida como juguetero. Todo parecía idílico en los primeros días vacacionales y de reencuentro familiar, pero aquello derivó en tragedia. Una semana después de llegar a Granada, los padres de Pavel compraron billetes para un autobús que iba a Sierra Nevada. La idea original había sido ir a esquiar en familia, pero Petr recibió un encargo importante en el taller y no podía ir, y Pavel quiso quedarse con su tío para verle trabajar. Resignados, los padres del chico decidieron ir solos y cogieron el autobús que subía hasta el lugar. En la parte final del recorrido, el vehículo tuvo un fallo mecánico en la carretera, y se despeñó por un barranco, falleciendo todas las personas que iban a bordo. Fue así como se gestó el destino de Pavel, que aunque se quedó con su tío, se encontraba en un país ajeno al suyo, de costumbres distintas y diferente idioma. A efectos prácticos, y dado que iba a vivir en Granada con Petr, Pavel estaba muy lejos de cualquier otro pariente vivo, por lo que sólo tenía a su tío como apoyo. Pero como descubrió con el tiempo, los juguetes también se convirtieron en su familia.

Y los juguetes y las ocupaciones del taller, que mantenían la mente y el ánimo de Pavel al alza, hicieron que el paso de los meses fuera menos duro a pesar de la progresión de la enfermedad, que iba perjudicando seriamente el uso de sus manos. Aunque visitaba a su médico con frecuencia y se tomaba lo que éste le mandaba  para combatir los síntomas, raro era el día en que sus manos no sufrían algunas sacudidas, ni perdían su fuerza de antaño. Eso, sumado a que empezaba a tener a veces poca coordinación en el uso de sus piernas, hizo que la mayor parte del tiempo que pasaba en el taller, lo hiciera sin despegarse de su silla de trabajo. Pero ello no le había impedido seguir cumpliendo su parte en los pedidos que aún le hacían algunas tiendas de juguetes. Era esa actividad y esa sensación de seguir siendo valorado y solicitado, lo que dotaba de mayor fortaleza a Pavel en sus días más oscuros de ánimo. Y esa necesidad de sentirse activo le hizo aceptar un último gran pedido, realizado por un coleccionista privado, aún con la incertidumbre de saber si podría terminarlo a tiempo. En circunstancias normales lo habría aceptado sin problemas, pero el deterioro que la enfermedad le había causado, podía alterar por completo cualquier tiempo estimado de trabajo, a pesar de que el cliente se había mostrado flexible con el plazo de entrega. Sin embargo, Pavel necesitaba un reto así para volver a levantarse cada día con el ánimo de comerse el mundo, o al menos, de darle un buen bocado.

El pedido consistía en una colección de figuras que representaran distintas escenas del lejano oeste. Dicho de otro modo, Pavel tendría que hacer caballos, búfalos, vacas, vaqueros, agentes de la ley, soldados, indios, carretas, y un tren. El cliente le había informado de lo que necesitaba, argumentando que él ya contaba con los distintos decorados, pero que quería algo hecho por alguien del talento de Pavel. Debía ser alguien que tuviera en mucha estima el trabajo y la reputación de Pavel, porque había ofrecido un precio muy superior a lo que acostumbraba a cobrar el checo. Pero en esta ocasión no era la soga de la economía lo que apretaba el cuello del artista, sino la tristeza de pensar que podría no acabar el trabajo si las manos le seguían fallando a veces, y empeoraban a lo largo del tiempo que tardara en acabar su trabajo.

Esa duda, con la que se acostaba cada noche, dio lugar a que Pavel adoptara un ritual desde el primer día en que empezó a preparar el nuevo pedido. Sólo variaba la hora en que lo empezaba algunos días, que variaba en función de sus visitas al médico. Cada mañana que llegaba al taller, se sentaba en su silla, se miraba las manos, y antes de empezar a trabajar la madera, le hablaba a éstas como si tuvieran vida propia:

- Sé que no es vuestra culpa lo que me pasa, pero os necesito más que nunca. Así que hagamos magia, y que nada nos frene.

Acto seguido, ponía en el equipo de música del taller algún disco de Antonín Dvorak, su compositor clásico favorito, y se entregaba en cuerpo y alma a su tarea. Al mediodía sacaba de una bolsa el almuerzo que había preparado en casa, y tras comer un poco, volvía a trabajar. La última parte del ritual, y quizás la más importante, tenía lugar antes de marcharse del taller. Pavel se dirigía a un escritorio que tenía allí, sobre el que había varios álbumes de fotos, y empleaba un buen rato mirando cada foto de su interior. Allí estaban todas y cada una de las cosas que había creado Pavel desde que su tío Petr le enseñó el oficio. Era un viaje al tiempo que le recordaba todo lo que había sido capaz de hacer: soldados cascanueces, bomberos, policías, piratas, granjeros, payasos de circo y distintos animales haciendo acrobacias, muñecos de ventrílocuo, títeres…. Tras ver las fotos de los títeres, Pavel dejaba los álbumes, y sacaba de uno de los cajones del escritorio su creación favorita. Se llamaba “Petr el diligente”, y era un títere que tenía la apariencia de un director de orquesta, con batuta incluida.

Pavel lo había elaborado poco antes de morir su tío Petr, y jamás olvidaría la sonrisa de su tío cuando, al ritmo de Dvorak, “Petr el diligente” simulaba orquestar todos los movimientos de la música a la perfección. Cada vez que Pavel sacaba el títere del cajón, jugaba un rato con él, y volvía a guardarlo, terminando de ver el resto de las fotos. Una vez que llegaba a la última página del álbum más reciente, que estaba vacía pero tenía una nota escrita a mano donde se fijaba el plazo estimado del último pedido, echaba un vistazo a sus progresos del día, observaba los lugares del taller donde había figuras que aún no se habían vendido, y deseaba tener fuerza para seguir hasta el final. Y así concluía cada jornada, con Pavel marchándose del taller a casa, cenando algo, y durmiendo hasta el día siguiente.


Pasaron varias semanas así, con Pavel trabajando al ritmo que sus manos le dejaban, que cada vez era más entrecortado. Llegaba un punto en el que coger cualquier herramienta del taller le suponía un esfuerzo considerable, y eso minaba su moral. Pero él seguía cumpliendo con su ritual, que consideraba más importante a cada día que pasaba. A expensas de su ritmo de trabajo, había días malos en que sólo lograba trabajar media jornada.

Un día de febrero, a pesar de que Pavel había cumplido la parte inicial de su ritual, descubrió con creciente tristeza que no tenía fuerzas para trabajar aquel día. Eso tuvo lugar cuando, poco después de poner la música clásica, y tras coger un caballo en el que estaba trabajando, se le cayó de las manos al suelo, y se sintió físicamente incapaz de recogerlo. Podía agacharse y rozarlo con los dedos, pero no sostenerlo. Aquel día, y sin dejar de llorar, se tumbó en un viejo sofá que había cerca del escritorio, y se durmió hasta mediada la tarde. Cuando se despertó se sentía algo mejor, y fue capaz de sentarse tras el escritorio para ver sus álbumes de fotos. Haciendo acopio de todas sus energías, sacó a “Petr el diligente” del cajón, y lo dejó sobre sus rodillas mientras veía más fotos. Al llegar a la última página del álbum reciente, donde la nota a mano decía “Pedido terminando a finales de febrero de 2016”, Pavel rompió a llorar nuevamente. Veía más lejano que nunca el día en que haría las fotos que faltaban. Sin darse cuenta hasta que ya era tarde, una buena cantidad de sus lágrimas habían caído sobre el títere. Pavel logró dejarlo sobre el escritorio, y tras pedirle perdón por haberlo mojado, se marchó del taller, aún con lágrimas en los ojos. Una vez que llegó a casa, cenó algo rápido y se metió en la cama, sin dejar de pensar en su pedido a medio terminar, y en su títere favorito. Y así, con más facilidad de la que imaginaba aquella noche, se quedó dormido.

Mientras Pavel dormía, en el interior de su taller iba a ocurrir algo extraordinario. Encima del escritorio, se estaba terminando de secar la última de las lágrimas que se le habían caído a Pavel sobre “Petr el diligente”. De repente, algo pareció cobrar vida en el interior del títere, que dio un salto para ponerse en pie sobre el escritorio. Los hilos que había sobre su cabeza parecieron cobrar vida propia, y la figura empezó a moverse alrededor del escritorio. Parecía cosa de magia, ya que “Petr el diligente” hacía todo tipo de movimientos sin que nadie le estuviese dirigiendo. Una de sus manos se colocó sobre su pecho, donde había caído la última lágrima de Pavel, y entonces, recibiendo una pequeña descarga de energía, el títere supo por qué había cobrado vida. Parecía como si las lágrimas que habían caído sobre él, le hubieran transmitido todas las ideas que Pavel tenía para su último pedido. No tenía tiempo que perder aquella noche.

Impulsado por esa fuerza invisible que movía sus hilos, llegó volando hasta el lugar donde estaba el equipo de música de Pavel. Una vez allí, y sirviéndose de la pequeña batuta de madera pegada a una de sus manos, el títere logró encender el aparato y darle al “play”, inundando de música el taller. Entonces el títere, de un modo distinto al que los humanos sienten las cosas, notó en su interior una nueva descarga de energía, y descubrió que no sólo tenía una misión aquella noche, sino que las notas musicales que envolvían su cuerpo le transmitían un mensaje, el mensaje de que era eso para lo que él había sido construido. Iba a ejercer de director de orquesta, aunque no del modo en que Pavel hubiera imaginado.

El títere, que no dejaba de dar saltos de un lado a otro del taller, fue encendiendo las luces. Posteriormente, fue pasando por delante de cada figura, vehículo o accesorio que había construido Pavel. Iba rozando la superficie de cada uno con la punta de su batuta, haciendo que cobraran vida a su paso. Cuando logró dar vida a cada juguete del taller, el títere se subió al escritorio de Pavel, colocándose sobre el álbum de fotos, que seguía abierto por la última página. Entonces, y aprovechando que empezaba una nueva canción, “Petr el diligente” hizo honor a su nombre, y, moviendo su batuta en el aire, dirigió a cada juguete hasta el lugar que debía ocupar. Las figuras que semejaban a personas en distintos oficios o épocas se situaron junto a las herramientas de Pavel, y el resto de juguetes estaban junto a los materiales de trabajo. El títere volvió a mover su batuta, y todos empezaron a hacer su labor, formando así una compacta y mágica cadena de trabajo. Aquel pedido se acabaría a tiempo, y el títere, que no distaba mucho de un director de orquesta humano, se aseguraría de que así fuera. Su creador merecía el esfuerzo.

La noche iba tocando a su fin y todo iba perfectamente. Con la seguridad de que cada juguete acabaría su labor sin necesidad de más instrucciones, el títere saltó a la mesa de trabajo, hundió la punta de su batuta en un bote de pintura negra que un mono que daba vueltas estaba usando para pintar un caballo, y con otro nuevo salto regresó al escritorio. Una vez allí, escribió con la punta de la batuta sobre la página en blanco del álbum. Quedaba poco para que aparecieran los primeros rayos de sol, y quería terminar de escribir su mensaje antes de volver a su estado inerte e inmóvil.

Ya en el amanecer de un nuevo día, Pavel se despertó algo mejor, y se sintió animado ante la idea de avanzar un poco más en su pedido del oeste. Desayunó algo ligero, y se dirigió al taller. Hacía una mañana maravillosa, con un sol que daba más calidez de que lo que acostumbraba en esa época del año. Cuando Pavel abrió la puerta de su taller, se quedó estupefacto ante lo que veían sus ojos. Sobre su mesa de trabajo, reposaba la colección entera de juguetes del oeste que le habían encargado, tal como él la había imaginado. Era increíble, no podía explicarse cómo era posible, ya que sus progresos hasta el día anterior no suponían ni la mitad del trabajo. Con manos temblorosas, cerró la puerta del taller, se dirigió a la mesa, y empezó a acariciar cada figura. Eran reales, podía sentir el tacto de la madera, y para su sorpresa, la frescura de la pintura, ya que al tocar un caballo, sus dedos se mancharon de pintura negra. Aquello era fascinante, no era capaz de imaginar cómo se había producido aquel milagro. Nadie más que él sabía cómo quería que fuera exactamente la colección, que era fiel reflejo de lo que su mente había concebido tiempo atrás.

Con el deseo de cumplir la parte final de cada trabajo, se dirigió hacia su escritorio, sacando de uno de los cajones la cámara de fotos con la que inmortalizaba cada creación. Entonces, y fijando su vista en el álbum de fotos, vio un mensaje escrito con letra pequeña. Parecía pintura negra del mismo tipo que tenían sus dedos tras tocar el caballo. El mensaje decía lo siguiente:

“Pedido terminado en honor a Pavel, el ilusionista checo, cuya dedicación al oficio ha trascendido más allá de lo humano. No pierdas las ganas de luchar cada día por muy oscuro que sea todo a tu alrededor. Gracias por crearme, “Petr el diligente”.

Tras la última letra, había un pequeño rastro de pintura. Pavel, con el pulso acelerado, lo siguió hasta la punta de la batuta de su títere, situado junto al álbum. No podía ser posible. No, no era posible, se trataba sólo de un títere…Pero entonces Pavel volvió a leer el mensaje, y se centró en la siguiente parte: “cuya dedicación al oficio ha trascendido más allá de lo humano”. Entonces Pavel, a pesar de considerar una locura lo que su mente estaba pensando, agarró a “Petr el diligente” entre sus brazos, y rompió a llorar, pero en esta ocasión de alegría. Ahí supo que tenía que seguir luchando por duro que fuera su futuro, y que no iba a estar solo en su camino. No a partir de aquel día.


Nota adicional: Desde aquí mando mi ánimo para todas las personas que padecen ELA, nunca dejéis de luchar contra esta enfermedad, ni siquiera cuando penséis que lo hacéis en soledad.